Hay en estos días una especie de discusión en las redes sobre políticas culturales, que me parece solo llevan personas de artes escénicas. Pensaba que su tono y forma eran principalmente un desahogo de las circunstancias, pero la cosa ha llegado a lugares insospechados. Lo que más me preocupa, en todo caso, es que uno de los lados ha llegado incluso a escribir una carta a la Secretaría de Cultura para desacreditar la organización civil de otros compañeros. A lo que luego se han sumado acosos personalizados.
Ha habido razones y sinrazones, como en toda discusión, pero para mí es inédito que una organización civil desacredite a otra poniendo como valedor al propio gobierno.
Así, no me ha quedado sino intentar meter otro poco de razón, no por voluntad de mediación sino por puro miedo.
- Sobre políticas.
Como muchos hemos puesto en la mesa desde principios de siglo, hay muchos niveles problemáticos en el diseño del Fonca como pilar de las relaciones de recursos entre el gobierno federal y los artistas. Regresar a la génesis salinista es indispensable para apuntar la manera en la que un gobernante ilegítimo y todopoderoso se granjeaba los afectos de una intelligensia que todo lo que quería era, aparentemente, poder hacer lo suyo.
Podemos tender un círculo hacia afuera para notar cómo esta reestructuración de las políticas de apoyo a las artes se hace eco de un movimiento de desmantelamiento del Estado de bienestar y que implantaría la tríada estabilización, liberalización y privatización vía FMI.
Estas medidas que ahora llamamos neoliberales (y que implicaron una nueva oleada de despojo y colonialismo), tienen como objetivo y sustento la construcción de una subjetividad interesante: el homo economicus o, para decirlo de otro modo, la personalidad empresarial. Esta personalidad, a su vez, se sostiene en una serie de dinámicas meritocráticas que, en nuestro tema, encarnan en formas de convocar, maneras de aplicar y prácticas de examinar. Se vigila y castiga para construir formas de vida, no sólo modos de producción, diría nuestro amigo Michel.
Esto, como muchos señalamos durante la primera década del siglo, generaba desigualdades tremendas que eran reforzadas por el silencio y la aceptación general. Pues así como quien nace pobre es difícil que tenga movilidad social en la meritocracia, quien no se encontraba asociado a una personalidad de poder o grupo cultural formado antes del Fonca, tenía pocas posibilidades de llegar al apoyo. (No es una novedad notar que los grupos de poder modernos – como en la vieja URSS-, resultaran los más favorecidos en la vuelta de tuerca posmoderna).
Se entiende perfectamente que quienes sintieran en propia piel esta desigualdad, pensaran que algo estaba muy pero muy mal.
- Sobre apropiaciones.
Ahora bien, quien se queda en la mente con el panorama arriba descrito se queda con la mitad de la realidad. En primer lugar, porque el campo disciplinario es siempre un lugar de tensiones; quiero decir que aunque parezca aletargado, siempre está en movimiento.
Quien tenga la delicadeza de recordarlo o investigarlo, sabrá por ejemplo que los directores de escena no estaban contemplados en los primeros apoyos del Fonca. Y esto remite a su vez a una pugna histórica de campo: a mitad de siglo, con el empuje de la puesta en escena como encarnación del teatro moderno, los dramaturgos habían sido desplazados del poder de campo por los directores. Y, en el momento de rediseño político neoliberal, este antagonismo era actuado por Emilio Carballido y Luis de Tavira. Carballido, cacique mayor, fue quien representó al arte teatral (confundido todavía como arte dramático) en las negociaciones y argumentó lo obvio: «Los directores se llevan todos los apoyos, por qué también éste». Y quien quiera leer los periodicazos que se dieron ambos en la sección cultural El Búho de aquel Excélsior, hallará joyas arqueológicas. Pero ya sabemos cómo acabó la cosa y quién se comió el pastel.
Por otra parte, hay que recordar también una lucha que se dio a nivel de piso (si es que aquella fue una lucha de titanes), cuando los actores, bailarines y músicos lograron que se cambiara la denominación de «intérpretes» por la de «creadores escénicos». Una victoria simbólica de muchísimo valor que, a la vez, ha tenido resonancias que se manifiestan hasta ahora, por ejemplo, en la apertura de la categoría de «Interdisciplina» y otras adaptaciones del programa a la cambiante realidad.
Hay que señalar, asimismo, cómo mientras se extinguía la generación de vacas sagradas, muchos artistas se hacían presentes para comprender el sistema y hacerlo más democrático. Aquí, al diagnóstico negro de Foucault, hace falta oponerle el diagrama táctico del otro Michel. De Certau señala, precisamente, que al no ser la cultura un mármol inmortal, la gente se apropia de aquello que el poder impone y, entre sus márgenes o fuera de ellos, cambia de signo aquello que sólo parecía tener una vía de uso. De manera que luego de muchos análisis, los artistas han logrado modificar, por ejemplo, un punto vital: el de los jurados, pues tal como estaban funcionando las reglas, convertían al director o directora del Fonca en el Gran Elector.
Asimismo, hay que decirlo, hemos visto cómo las reglamentaciones se han vuelto más complejas en la medida en la que, por una parte, las viejas costumbres afloraron en tutores y jurados que han tomado el pie cuando se les ofreció la mano haciendo de un programa público una bolsa de prestigio personal mediante trampas.
Pero también porque el modelo liberal de política cultural continúa y una parte importante de ésta se dicta sencillamente desde la Secretaría de Hacienda. De manera que tenemos candados administrativos, creativos y de transparencia, pero también mega candados de recortes presupuestales. La verdad más verdadera es que los recursos para las artes, siguiendo el modelo descrito, han ido disminuyendo y tampoco se han abierto nuevas posibilidades que contrarresten ya no digamos la falta de apoyo a la producción artística, sino a la situación de precariedad que vive la gente del gremio.
Entonces, tenemos un modelo de apoyo a las artes que se volvió ejemplar para todos los niveles de gobierno y un presupuesto en constante caída.
Ante esto que excede sólo un programa, los artistas han creado comunidad y actos de apelación y resistencia por lo menos desde el sexenio anterior. Aunque debo recordar la defensa de los teatros del IMSS cuando la administración de Fox quiso convertirlos en estacionamientos; cito también por ejemplares las mesas de discusión afuera de Conaculta en el 2015 y el cierre simbólico de 2016.
De manera que si bien las políticas culturales siguen ancladas en la meritocracia y en la disminución de presupuesto, un pensamiento complejo tendría que tomar en cuenta las fuerzas organizativas del gremio por hallar vectores de justicia en la dinámica establecida.
Además, sin duda, es indispensable hacer notar que lucha se dio siempre con propuestas específicas o la voluntad de dialogarlas. La posibilidad de hacer vínculos con otras áreas de conocimiento en la defensa de los derechos culturales y laborales es también un logro de la organización civil.
- Sobre organizar.
Así nos llega el nuevo gobierno. Me voy a ahorrar, por ahora, un análisis mayor, y sólo pondré dos fichas en el tablero: la nueva disminución de presupuesto para las artes, bajo el enmascaramiento de un incremento a la «cultura» y una nueva definición de ésta. La reorganización de la Secretaría de Cultura y el supuesto incremento presupuestal, se fue hacia un proyecto de Estado que aunque interesante no atiende los problemas principales de las demandas gremiales de los últimos sexenios. Mucho dinero para el nuevo programa «cultural» y disminución para el sector artístico.
Me voy a ahorrar también aquí una genealogía sobre el concepto de autonomía y por qué es es fundamental separar las artes de la cultura, pero remitiré a un análisis anterior («¿Un nuevo realismo socialista?», pero también existe una lista enorme de bibliografía seria sobre el tema) y a una frase de Godard: «Existe la cultura que corresponde a la regla y la excepción que pertenece al arte».
Entonces, hay en la nueva política de Secretaría de Cultura o ignorancia o engaño.
Lo cual se refuerza con el segundo ejemplo: artistas que pasaron más de seis meses sin cobrar por inoperancia burocrática y una secretaria que asomó el rostro demasiado tarde. No se trata, como quisiera hacer ver la Secretaría de Cultura, solo de un problema organizativo: la violencia institucional fue real y se manifestó en todo ese tiempo sin pago para una población precarizada; eso solo puede ser síntoma de falta de interés y de ineptitud.
Así lo entendieron, al menos, algunos artistas que se organizaron para exigir lo mínimo: el respeto de sus derechos humanos. Y entonces, obligaron a la secretaria a sentarse a dialogar.
A la mitad de esto llegó el encierro. Y en medio de éste, la decisión gubernamental que puso al Fonca en una balanza. Y, una vez más, fue la presión de la organización gremial la que obligó al gobierno a rendir cuentas sobre las formas. (Tengo algunas cuantas comunicaciones privadas que demuestran esto). Y, claro, que no fuera la secretaria quien diera la cara fue elocuentísimo.
Dije que pondría solo dos fichas en el tablero, pero no se puede olvidar, tampoco, la insólita comedia de las equivocaciones que inició con un director del Fonca que nunca fue, una senadora que se cobraba viejas rencillas de campo y el ataque directo contra el gremio a cargo de la agencia estatal de noticias, ni más ni menos. (Una agencia que, no olvidemos, en este mismo momento trabaja en desacato con una huelga que es resultado de la pésima administración de su directora, experta en ataques personales).
Y me falta, por supuesto, el gesto faraónico digno de la mascarada de la construcción del Palacio de los soviets, que aquí se llama Centro Cultural Chapultepec.
Así, el escenario estaba preparado: entre ataques directos, violencias laborales y violencias pasivas de largos silencios, así como la situación de emergencia mundial; muchos de quienes se organizaron en sexenios anteriores y quienes lo hicieron a fin del año anterior por primera vez, se volvieron a organizar; se juntaron.
Y la mezcla, al parecer, es multifacética. Muchas diferencias y algunos puntos en común que sostienen el diálogo. ¿Qué resultará de esto? Nadie lo puede saber. Hay urgencias como la aceleración de las precarias condiciones de vida y trabajo y hay asuntos de mediano plazo como saber qué lugar tendrán los artistas en la reorganización de la política pública.
Y aún en esta situación, habrá quien concuerde con mi análisis de la deriva de esta administración y quien sea incondicional a ésta. Pero incluso entre estas dos posturas hay diálogo con un bien común como enlace.
- Sobre esquirolear
Y es en medio de esta organización, que otros artistas hacen el performance más inconcebible que jamás he visto: esquirolear a quienes se organizan. No se trata, por ejemplo, de una escisión de quienes alguna vez se organizaron y ahora generan otra organización con distintas demandas. Se trata de una reacción dirigida contra quienes ya están organizados por parte de quienes jamás se organizaron antes.
Y el lema de su «lucha» no puede ser más extraño: «No nos representan». Exactamente uno de lo lemas que durante el 2011 se lanzó contra el modo neoliberal de manipular la democracia representativa. Una consigna que lanzaba la organización civil contra el Estado y sus poderes fácticos. Voy a repetir esto: la consigna era de ciudadanos hacia los poderes institucionales.
Aquí hay que recordar siempre que el poder no es simétrico: que hay quien tiene el monopolio de la violencia para proteger sus decisiones y hay quien no lo tiene. Y estos artistas lanzan una consigna ¡no contra el Estado, sino hacia la organización civil! El mundo al revés.
Pero lo más interesante y sintomático de esto (y por eso me estoy tomando el tiempo de analizar lo mejor que puedo) es que su ataque se lanza desde una victimización populista de manual.
Por una parte, se hacen señalamientos como los que desplegué en el punto 1 y luego se omite (¿por ignorancia, por victimismo?) todo lo demás. Y los recursos utilizados durante la protesta son insostenibles
-al lanzar información gráfica sin detenerse en su análisis complejo;
– al como señalar de criminal o colaboracionista a quien hubiera tenido un apoyo (bueno «siempre hay excepciones», dicen, para lavarse las manos);
– al poner de autoridad figuras profesionales de la falta de rigor y las paparruchas como Avelina Lésper quien ha sido una y otra vez desenmascarada con elementos irreprochables que no voy a traer otra vez aquí, pero están al alcance de quien sepa juntar letras; y que, además, sostiene su discurso como parte de la agenda de sus intereses como muestra el affaire del Instituto Cultural Cabañas.
– al no atreverse a nombrar a quienes acusan «porque allí (en las gráficas) está todo claro» o cuando lo intentan no tienen el valor de argumentar punto por punto. (Y aquí solo recordaré que hace 10 años refutamos con nombre y apellido a Luis de Tavira por el abuso que significó la creación de la Compañía Nacional de Teatro, y que luego se comprobó en actos de nepotismo y prevaricación. Una instancia a la que, extrañamente, nadie ha querido señalar en sus insinuaciones).
Y aquí radica el síntoma del despropósito: no saber, no poder o ser simplemente perezoso para forjar argumentos sólidos y contundentes. La lógica de la creación y extinción del enemigo. Pero en el gesto más común de traición de clase, las consignas sólo se saben acomodar a contracorriente de sus iguales sin darle la cara a quienes detentan de manera real el poder.
Y un ejemplo inmejorable de esta falta de consistencia ha sido cuando se pretende exhibir o ridiculizar la obra de otros colegas, bajo la alucinación total de que «eso es lo que financiamos con nuestros impuestos» (y, otra vez, con la cantaleta de «pero si allí está todo», para ahorrarse, precisamente, argumentaciones e iniciar un diálogo). Y así no sólo se exhibe un pequeño horizonte de conocimiento artístico, sino que se tira por la borda una rica discusión acerca de por qué un Estado tendría que apoyar todo tipo de arte, con qué criterios y bajo qué reglamentos.
Pero lo verdaderamente grave es que con este gesto se encarna aquello que se dice detestar: se hace un ataque meritocrático a la meritocracia al volverse censores públicos instantáneos de las obras de arte de sus pares (que no son sus pares, por supuesto, pues ellos mismos se exhiben moral y artísticamente superiores). En este sentido, sería interesante echarse un clavado a la «Introducción a la vida no fascista» de Foucault, y revisar como el pequeño fascista aparece incluso en las reivindicaciones que parecen justas.
- Sobre el delirio de masas
Y no he llegado a la parte más peligrosa de este extraño ataque. Como se ha visto, incapaces de distinguir un señalamiento de un argumento o una falacia de una réplica, este grupo comete numerosas non sequitur dignas de un pensamiento poético pero completamente dañinas en una discusión política.
Ya he señalado una en la que, según ellos, quien ha recibido un apoyo o enumera alguna cosa buena del programa es un colaboracionista («pero no todos…»). Pero ¿cómo se llega hasta allí? ¿Por medio de qué piruetas (i) lógicas alguien es capaz de aplastar la complejidad de la situación? ¿No es colaboracionista quien teclea desde Facebook, incrementando instantáneamente las ganancias de un empresario que, él sí, tiene poder verdadero? ¿No es colaboracionista quién usa las carreteras hechas en el sexenio de Calderón? ¿O la red de fibra óptica del sexenio de Fox? ¿Dónde está el límite? ¿Quién lo dicta? Misterio de misterios.
Y, para concluir, está lo que verdaderamente me asusta: el delirio de masas, en el que ya no se trata sólo de acusar complicidad con el neoliberalismo o la corrupción o lo que venga a la mente en el momento de galimatías, sino que ahora quien intenta dar réplica a sus acusaciones es «golpista» del régimen actual. Acá ya no los alcanzo.
Y me da miedo porque aquí la evidencia demuestra una voluntad por estar a tono con lo peor del momento y volverse los camisas negras del poder en turno (quien, repito, detenta el monopolio de la violencia). Véanse, por ejemplo, los ataques digitales a alguien intachable como Rossana Reguillo e incluso a Carmen Aristegui. No se trata ya sólo de una falla a la lógica sino de una entrega total a un, como dije, delirio de masas.
Acá solo me basta recordar cómo en 1939, por defender la autonomía artística, a Meyerhold lo encerraron, mataron a su mujer y luego de muchas torturas, lo fusilaron. ¿Otro non sequitur ahora de mi parte? Puede que sí, pero la historia me ha enseñado a tenerle miedo a quienes encarnan el delirio de masas al servicio de un gobierno.
Coda
Cartografíar una situación requiere o bien un trabajo «gris y meticuloso» que dé a conocer la mayor cantidad de fuerzas que hicieron emerger este momento, o bien requiere el trabajo del cuerpo en la escena: el mapeo con el cuerpo dentro de la organización diaria y constante, con sus aprendizajes y sus fallas. Un trabajo de ensayo interminable. Y si hay algo que se aprende en la escena de la organización es el ejercicio de cuidado, de poner el cuerpo en estado de vulnerabilidad y saber que el de al lado también trajo su fragilidad.
Pero lo mismo hacia el oponente. Quien aprende del cuidado sabe poner en su lugar la justa rabia y sabe que del otro lado hay personas. Que el mito del exterminio total del oponente es el peor colonialismo que podemos meter en nuestras venas y nuestra imaginación. Y que cuidar los cuerpos va de la mano con cuidar las palabras que irán a dar a alguien tan frágil como yo. Se puede ser firme sin necesidad de apelar al exterminio de la otra persona. Y, en este sentido, saber presentar argumentos, escuchar los otros y devolver algo extra no es un simple ejercicio intelectual, sino de real construcción de un diálogo público en beneficio de todas y todos.
No sabemos mucho del cuidado, pero podemos aprender juntos. Y en este aprendizaje estamos más metidos que nunca en estos días.